Harán lo que les dé la gana, les concederán lo que se les ocurra pedir por más insólito que pueda parecer, nos impondrán su voluntad, y no nos quedará ni el recurso del pataleo, porque por tirio o por troyano todos, todos, habremos sido consentidores anímicos, simples oyentes y convidados de piedra.
Pero no voy a rasgarme las vestiduras, esperar un milagro de la primavera, o pedir el favor de los dioses del todo y la nada en este asunto, más terrenal que de allende las lindes celestiales, sean cuales sean o se crea en las que se quiera creer. Pero pienso eso que a los de arriba, dirigentes, gobernantes, regidores, líderes y lideresas, molesta que hagamos los de abajo, más allá de tendencias y militancias.
Y, aunque parafraseando a Rubén Darío, “cuando quiero pensar no pienso, y a veces pienso sin querer”, al socaire de tanta inmersión lingüística, tanta lengua vehicular o no, tanto llorar por las esquinas del idioma, tanta acometida contra la segunda lengua mas hablada del universo mundo, tanto ‘antisemitismo’ lingüístico, pues eso, que he dado en pensar.
Un dia de junio visité la ciudad de Amberes, que, no sé si con toda la razón o con parte de razón, no tiene demasiadas razones para sentir simpatía siquiera por esto que llamamos la ‘raza hispana’, porque su memoria histórica guarda mal recuerdo, en especial de los por otro lado laureados Tercios de Flandes, y en general, del tiempo en que la monarquía española fuera la dueña de su destino.
En noviembre de 1576 los soldados reprimieron el ataque de un grupo armado de ciudadanos holandeses, apoyados por tropas valonas y alemanas, saqueando la ciudad durante tres días (entre el 4 y el 7) sin respetar condición, edad, vida, hacienda u honor, hecho conocido como el ‘Saco de Amberes’; lo que no hizo más que aumentar el ya latente resentimiento de la población flamenca, que venía sufriendo desde 1567 la persecución del llamado Tribunal de los Tumultos, instaurado en Bruselas por el III Duque de Alba para “castigar a los enemigos de la Corona”, y que juzgó y condenó a “culpables de la rebelión iconoclasta” de 1566, en la que se quemaron iglesias e imágenes.
Cerca de Grote Markt entré en una tienda de recuerdos, regida por una pareja entrada en años, que sonreía como una marca imborrable de su gesto. El hombre, una humanidad grande, fuerte, ancha, de vastas manos, espaldas cargadas por el peso de la edad y cabeza en proporción, con un rostro cubierto de arrugas como profundos surcos labrados por el arado del tiempo, de pelo hirsuto y muy blanco. En mangas de camisa sobre la que lucían dos tirantes gastados, mientras me servía, preguntó mi origen en una suerte de inglés con marcado acento local. – Where are you from? A lo que yo contesté con un inglés de inequívoco acento bellotero: – Spain. Y en un intento de hacer patria, añadí: – ¡Extremadura!
La inicial y satisfecha expresión de aquel hombretón se tornó desconcierto con mis últimas palabras. No me ubicaba; ignoraba mi lugar de procedencia a pesar de mi insistencia, y de decirle que nos damos la mano con Portugal, a la que el hombre situaba en el mapa de su conocimiento; pero aquella Extremadura, y tal vez mi forma de decirlo, no dejaban de parecerle, posiblemente, arameo mezclado con sumerio y algunas gotas de griego arcaico.
De repente, estando a menos de 50 kilómetros de su cuna, y como último recurso, se me ocurrió decir: – Carlos V. Su mirada se iluminó, alzó los brazos y, con un supremo y titánico esfuerzo por hacerse entender, con mucha dificultad y una extraña mezcla de acentos, me dijo: – ¡Aaahhhh! Yuste, 1558, hijo de Juana la Loca, ¡que no estaba loca, no, no! ¡Loca por su padre, sí, sí! Y seguía sonriendo. Su mujer, sin decir nada, también.
Confieso que sus explicaciones, su cercanía, su voluntad, y aquella suerte de improvisada ‘inmersión lingüística’, a la par de sorprenderme, me llenaron de satisfacción. ¡Nostalgia! ¡Es lo que tienen los años!
Por definición, inmersión lingüística es la exposición a una segunda lengua, para aprenderla más rápidamente y lograr el bilingüismo de los aprendices. Y según el Instituto Cervantes, “el objetivo último de un programa de inmersión es que los aprendientes sean competentes en ambas lenguas, es decir, que sean bilingües”.
Yo, que posiblemente soy un ignorante, en lo que quieren, buscan, traman los hijos de Wilfredo el Velloso no barrunto intención de llegar a esa dualidad, sino todo lo contrario. Y no sé si por nostalgia, o por justa exigencia, necesito que me expliquen la causa que mueve a quien se esfuerza para hacerse entender, teniendo auténticos porqués para no hacerlo, y la intransigencia, el inmovilismo, de quien parece, por encima de todo, no querer hacerlo con lo que respira a este lado de los ‘paisos’, y además conseguir indulgencia plenaria. Yo, me quedo con mi historia flamenca.
¡Ay! La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia, que dijo el filósofo.