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Dicen que la distancia es el olvido. Juan Monzú

Dicen que la distancia es el olvido. Juan Monzú
Dólmenes de Valencia de Alcántara. Foto: Juan Monzú
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Adornado, como no podía ser de otra manera, de protagonismos, radicalismos, tontunas y salidas de tono, el 6 de diciembre se celebró el cuadragésimo tercer aniversario de la Constitución Española en vigor, que sigue resistiendo los embates y embistes (y ahora ya motes que nadie reprueba) de quienes blanden ideas y exigencias que a mí me dicen que no son lo que dicen que son, porque no lo son.

Eso me parece a mí, pobrecito hablador con sus adentros, ciudadano invisible en estos mundos superlativos de egos y extremos, que por activa o por pasiva terminan tocándose.

Y, por nostalgia, por costumbre, o porque recurro a la historia porque me gusta, porque puedo y porque quiero, he caído en la cuenta de que, también un mes de diciembre y concretamente el día 9, del año 1931, se aprobó la anterior, sexta Constitución de nuestra historia, y no sé si nadie haya recordado su nonagésimo aniversario, como simple cortesía. “Silenciosa y cubierta de polvo” que dijo el poeta.

Debe ser que la distancia es el olvido, y tal vez por ello, los que de cuando en cuando se autotitulan defensores de nadie sabe qué concretamente, ocupados como están en ‘cargarse el cuadro’, no parece que le hayan dedicado un instante de su tiempo, ni tampoco aquellos que incluso la esgrimen, con los papeles cuando menos disfrazados, para cambiar la historia y crear otras historias que no son tan siquiera prima lejana de la que parece que fue o, al menos, aparece en los libros. (Libros, prensa, ensayos, comentarios, registros, actas y, en fin, testimonios de aquí y de allí, que ignoran por desconocimiento y a voluntad. Y lo peor de todo, nadie les dice nada).

Una Constitución aquella, que reconoció el derecho al voto de la mujer. A pesar de la oposición de buena parte de la izquierda y centro izquierda y, hay que decirlo, de dos de las tres mujeres que ocupaban escaño en el Parlamento; Victoria Kent, porque consideraba que “es peligroso conceder el voto a la mujer”; y Margarita Nelken, que creía que “poner un voto en manos de la mujer, es realizar uno de los mayores anhelos del elemento reaccionario”.

Posiblemente gracias a la decisiva intervención de Clara Campoamor, defendiendo la concesión de aquel derecho con frases como “sería un gravísimo error apartar a la mujer del derecho del voto” y “no cometáis un error histórico, que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar”, aquel día 1 de octubre, el artículo 36 (“Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”), se aprobó con 161 votos a favor, 121 en contra y 188 abstenciones, un 40% de los 470 escaños que componían entonces la Cámara.

Atardecer en los dólmenes de Valencia de Alcántara. Foto: Juan Monzú
Atardecer en los dólmenes de Valencia de Alcántara. Foto: Juan Monzú

No hablo, ni quiero, de aciertos o errores de aquel sistema de gobierno, ni siquiera de la bondad o no de la propia Carta Magna, porque salpicaría mi intención, que no es otra que rememorar un hecho en nuestra historia, hablar, relatar, pero sin opinar. Porque para opinar de lo que casi no saben, ya suenan suficientes voces y ‘vozas’ en el disonante pentagrama de nuestra política.

Algunos amigos dicen que se ‘pierden’ con las citas históricas que utilizo en apoyo de mis comentarios, y no tenía intención de utilizar ninguna (por los amigos cualquier cosa). Pero no puedo dejar de identificarme con las palabras de Beltrán Duguesclin, en el siglo XIV: “Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”, con las que la leyenda quiere mostrar el culmen de la lealtad, dado que aquello era una lucha fratricida entre Enrique II el de las Mercedes y Pedro I el Cruel, por el trono de Castilla.

Pues eso. Ni quito ni pongo intención, realidad, ficción, invención, opinión, intereses creados o no, lo que fue o lo que pudo haber sido, el movimiento o inmovilismo del sistema, la buena o la mala intención de quienes (unos y otros) rigieron la vida del país en aquellos años; pero ayudo a mi intención, mi identidad, mi pensamiento, y lo que quería hacer con este mar de letras, más o menos ordenadas. Que era esto.

Lo que parece innegable es que las cosas no fueron ni parecidas a como muchos habían imaginado y creído, porque un desilusionado Ortega y Gasset, firme defensor en principio del sistema, en septiembre de 1931 escribió “Una cosa es la República; el radicalismo es otra. Si no, al tiempo”. Tradúzcase República por sistema de gobierno, Estado o Nación, y una carga de actualidad adornará la impronta de aquellas palabras.

¡Manuel María, ponga pluma en papel!, dijo el paisano al notario.

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