“La vida bohemia y luchadora de un tuno cacereño de ayer y de hoy”
Adolfo Zabas (1951), cacereño de la calle Peña, es un tuno de aquellos tiempos, que, por una serie de circunstancias, no tuvo más remedio que enfrentarse al severo y astifino toro de la vida.
Hijo de José Zabas Bermejo, policía armada, y de Pastora Fernández Andrada, que tenían otros tres vástagos, estudió en el colegio de San Antonio, jugaba al frontón, pasó por la Escuela de Maestría Industrial, alcanzando el grado de Ayudante de Topógrafo y Delineante, se compró una guitarra en una tienda de Avenida de la Montaña, cantaba en la soledad de la Ciudad Medieval, ofreció un par de recitales con canciones sefardíes en la Universidad Laboral, y pasó por el Orfeón Cacereño.
Sin embargo soñaba con la topografía y con la tuna. De este modo, su padre, que le confesó que no podía pagar su carrera en Madrid, le dio trescientas pesetas, un gran abrazo y que siempre tendría una casa en Cáceres, donde sus progenitores querían que se quedara.
Adolfo se decidió, por otras vías. Cogió los bártulos y comenzó a andar otro camino diferente. Entonces se enroló, como tantos y tantos miles de extremeños, en las filas migratorias, en esa sangrante salida, a la fuerza, de la tierra parda.
Fue camarero en Benidorm, posteriormente hizo largo tiempo de fajín o maletero, se largó a Madrid hospedándose en un lugar de las más tristes penas, con tan solo comida y cama a cambio del trabajo en un hostal, de frecuente prostitución, cuyas habitaciones tenía que asear, muchas veces con asco, por una serie de cuestiones que no hace falta explicar. Iba pasando calamidades de todo tipo y con una vida por delante.
En aquellos tiempos, sin un duro en el bolsillo, llegó a pedir en el Metro de Madrid cinco pesetas tanto solo para asistir a las clases de Topografía. Pero, por esas características de la condición humana, perdió muchas. Vendió insecticidas y christmas, ofertaba libros del Círculo de Lectores, estuvo un tiempo tras el mostrador de un estanco en Madrid, lloraba en una buhardilla ante las contrariedades, vestía en el frío invierno por las calles madrileñas un abrigo de señora y sin botones extraído de un contenedor… Y cantaba como los ángeles.
Sufrió amarguras que le rasgaban el alma hasta puntos cuasi vitales. Trabajaba dónde y cuándo surgía, de lo que fuera, como fuera, tan solo por mantenerse en pie en ese difícil pulso no perder el alambre en el equilibrio de la vida, aunque le alcanzara siquiera fuese para lo mínimo necesario en la manutención. Hasta que un día, a caballo entre la casualidad y el azar, empezó a tocar la guitarra y cantar en bodas y comuniones, en restaurantes… Todo un puzle, según surgía, que iba armando pacientemente.
Asimismo de un modo más casual, pasó a formar parte de la tuna de la Escuela de Montes, de Madrid, en la que su voz, potente, armoniosa, fuerte y alegre dinamizaba el ritmo de la tuna. Una tuna que llegó a ganar un concurso en Televisión Española, grabando dos discos en la casa Hispavox, con su voz retumbando con fuerza cacereña.
Aquel tuno, abrasado por sus incertidumbres, embargado por las penalidades del crucigrama de sus pasos, alegre y dicharachero, pero, también dejaba los aires y ecos de su potente voz por los restaurantes turísticos del Madrid castizo, que había que pasar la pandereta, esperar el ruido de las monedas y hasta algún que otro billete a la voz de:
Como dijo el conde de Romanones,
mejor si son billetes marrones.
En una de aquellas actuaciones, entre brincos y sonrisas, allá en la Plaza Mayor de Madrid, corazón de la Villa y Corte, al ritmo de la tuna, cantando ‘Las cintas de mi capa’, ‘Fonseca’, ‘La tuna compostelana’, se enamoró de una joven que más tarde sería su mujer.
Obtuvo, como buenamente pudo y pasando las de Caín, el título de topógrafo y trabajó en Guinea francesa, hasta que un día decidió encarrilar su vida por Alicante. Ya era topógrafo, con despacho propio, para pasar posteriormente a ejercer como profesor en la Escuela Politécnica Universitaria.
Muchos años después ingresó en la Tuna España, una asociación de antiguos tunos, el único cacereño en la misma, que luce con orgullo los colores de la enseña nacional en su banda. Una entidad de Marca España, con frecuentes actuaciones por numerosos países.
Siempre, al fondo, su acento, su simbiosis y la sangre de un cacereño por esos lares tan diversos, tan comprometidos y delicados a lo largo de una muy difícil juventud, ahora que el tuno pasa revista a una vida, en la que los cuernos astifinos del astado le pasaron muy de cerca en muchas ocasiones, aunque salvara milagrosamente la vida de ese cacereño que a sus setenta y un años continúa cantando en rondas, en festivales y en certámenes:
Cuando la tuna te dé serenata,
no te enamores, compostelana,
que cada cinta que lleva mi capa,
guarda un trocito de corazón.
Adolfo Zabas, un tuno cacereño, que viene a ser como el prototipo de aquellos curiosos aires iniciales de la tuna, siglos ha, cobijado bajo el rasgueo de su guitarra, su voz, su ánimo y aliento vital así como todo un abanico de misterios que iba tejiendo a salto de mata.