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Pasado con memoria (XVII)

Pasado con memoria (XVII)
Lutero quema la bula de León X, que le excomulgaba. Cuadro 'Lutero quema la bula papal', de Paul Thumann, 1872
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Soñar no cuesta dinero, tampoco revisar nuestra memoria.

Excomunión
En la Edad Media, el clero, además de un fuerte poder económico, disponía también de una fuerza psicológica y espiritual con la que no contaban los monarcas: la administración de los sacramentos, de los cuales nadie podía prescindir, pues entonces no había incrédulos.

De ahí que si en alguna ocasión algún seglar (noble o caballero, o el mismo rey) desobedecía, menospreciaba o atacaba a la Iglesia o a la religión, debía someterse a humillantes penas, tendentes a obtener la absolución, para no incurrir en las penas eternas que, tras el juicio final, estaban preparadas para los impíos.

Contra los criminales y obstinados empleaba el clero las ‘armas espirituales’; el culpable era excomulgado; es decir, era excluido de la comunión de los fieles.

La excomunión era pronunciada por el obispo en estos términos: “En virtud de la autori-dad divina conferida por San Pedro à los obispos, arrojamos à ___ del seno de la santa Madre Iglesia. ¡Maldito sea en el lugar, en los campos y en su propia casa! Que ningún cristiano le hable ni coma con él; que ningún sacerdote le diga la misa ò le dé la comunión; que tenga la sepultura del asno. Y así como estas antorchas que arrojamos por nuestras manos van à apagarse, apáguese así la luz de su vida, à menos de que se arrepienta y dé satisfacción o se enmiende”.

En el siglo XI el clero empezó a usar contra los señores que no hacían caso de la excomunión el ‘interdicto’ (el entredicho). En estos casos de excomunión no solo se hallaba comprendido el rey o el noble excomulgado, sino todos los moradores del reino o señorío puesto en entredicho.

Nada más terrible que aquella situación, pues los curas no administraban ningún sacramento, ni decían misa, ni enterraban. Los habitantes debían ayunar y dejarse crecer el pelo. Así conseguía la Iglesia que los reyes respetaran sus leyes y su hacienda.

Por ejemplo, en cierta ocasión la ciudad de Florencia encabezó una revuelta contra el Papado. Gregorio XII puso entonces la ciudad en interdicto. Durante meses los muertos fueron enterrados sin ceremonia religiosa alguna; las iglesias permanecieron cerradas; los recién nacidos no eran bautizados… Los florentinos intentaron obligar por la fuerza a los sacerdotes a cumplir con sus deberes, pero nada consiguieron. Al fin, tuvieron que ceder y enviar a Aviñón, como intercesora ante el papa, a Santa Catalina de Benincasa, considerada una santa por los italianos, para buscar el perdón.

Si quieres tomar tequila…
El tequila, además de ser una bebida alcohólica obtenida por destilación y originaria del estado mexicano de Jalisco, es un tema de rock instrumental grabado en 1958 por ‘The Camps’, una banda estadounidense de rock, que ha tenido innumerables versiones en las últimas décadas. Entre ella la del dúo extremeño ‘Azúcar Moreno’. La versión de estas hermanas, de origen gitano, comenzaba “Si quieres tomar tequila/ prepara sal y limón/ de forma como se estila/ por tierras de México” y tras aconsejar que la copa hay que tomárte-la de un tirón, exclamaban: “Y cómo quema/ pero es tan buena/ que pides otra/ casi sin respiración. ¡Tequila!”.

Pues bien, nadie supuso en un principio que una canción de letra en apariencia tan inocente y divertida que alguien viese en ella una posibilidad para darle un claro toque de obscenidad (festiva si se quiere, pero obscenidad) resultando con ello la siguiente versión:

Si quieres tomar tequila,
prepara una habitación,
en la habitación, una cama,
encima de la cama, un colchón.
En el colchón, una rubia,
y encima la rubia, yo.
Se la metía, se la sacaba
y el gusto que me quedaba.

Según algunos autores, al ser propio de gente juvenil y masculina, esta versión de ‘Tequila’ debió surgir en el mundo estudiantil de Salamanca, pues se han encontrado ligeras versiones de la versión citada en localidades próximas a ella y casi siempre entonadas por estudiantes. En la localidad cacereña de Cilleros, por ejemplo, adonde fueron y de donde vinieron algunos estudiantes universitarios salmantinos, se cantaba entre los mozos en momentos de juerga viva con alguna ligera variante. Por ejemplo, del cuarto verso se decía “y en la cama, un buen colchón”, del sexto “y encima de la rubia, yo” y la canción terminaba con un simple “¡y cómo salta!”.

Una corrida muy corrida
Cuenta Asunción Doménech en ‘Las bullangas de Barcelona. La aventura de la Historia’ (número 34, página 42, agosto 2001) que a comienzos del verano de 1835 Barcelona era un hervidero de agitación social debido a la I Guerra Carlista, que desde hacía ya dos años desgarraba España, y que en tierras catalanas tenía especial virulencia, llevando las clases populares la peor parte. De ellas se nutrían las milicias voluntarias que, lejos de su hogar, se enfrentaban y morían, luchando contra las partidas carlistas, y sobre ellas recaían también las consecuencias del estancamiento económico provocado por la crisis bélica.

La indignación de estas capas sociales iba creciendo poco a poco, especialmente porque acusaban a las autoridades civiles y militares de no actuar eficazmente contra quienes colaboraban con los carlistas. “La sospecha, fundada apuntaba a las comunidades del clero regular, que desde el comienzo de la crisis bélica se habían alineado claramente a favor de las tesis del pretendiente” (don Carlos de Borbón, que se había negado a reconocer el testamento de su hermano Fernando VII, que nombraba heredera del trono español a su hija Isabel II, a las que se acusaba de financiar y prestar ayuda a aquellos). Las órdenes religiosas acabarían convirtiéndose en el blanco de las “exacerbadas iras populares”.

La muerte en Reus el 22 de julio de 1835 de cinco milicianos urbanos a manos de una partida carlista, en la que se decía que actuaban algunos frailes, uno de los cuales supuestamente habría ordenado crucificar y sacar los ojos de sus víctimas, provocó el asalto a un convento carmelita y a otro franciscano, con el balance de 20 religiosos asesinados.

Tres días más tarde (día 25, festividad de Santiago) el anticlericalismo prendió en Barcelona, aunque, como señala Asunción Doménech, “los disturbios no pudieron tener un origen más extravagante: la mala calidad de la corrida que se lidiaba en la plaza del barrio marítimo de la Barceloneta”, que provocó la irritación del respetable. Al llegar al quinto toro, los espectadores del festejo taurino no se contuvieron y destrozando bancos y asientos los lanzaron al ruedo, apedrearon al toro hasta darle muerte y luego se dispusieron a arrastrarlo por las calles de la ciudad atado a una cuerda.

“Ahí empezó la furia incendiaria. Intentaron, sin conseguirlo, prender fuego a la iglesia de la Merced y, al llegar a las Ramblas, a la altura del Pla de la Boquería, la emprendieron con éxito contra el convento de San José”. Y después, los carmelitas calzados de la calle del Carmen, los dominicos de Santa Catalina, los agustinos de la calle Hospital y los trinitrios descalzos de las Ramblas eran pasto de las llamas, mientras en el seminario de San Vicente de Paúl, frailes y seminaristas se enfrentaban a pedradas con los asaltantes. El resultado de estos desmanes fue de 16 religiosos muertos. Y cosa curiosa, ningún convento femenino fue asaltado. Tampoco se atentó contra el clero secular, es decir el conjunto de hombres que recibían el diaconado o el sacerdocio y que ejercían su ministerio en una diócesis o en una parroquia.

En días sucesivos el furor incendiario se extendió a otros monasterios y conventos tanto cercanos a Barcelona como de otras comarcas catalanas.

Amor por los animales
Residiendo Gabriel D’Annunzio en el parisino Hotel Trianon, tenía en una jarra de cristal un pez dorado, ‘Adolphus’, que era su gran amor. Al marcharse a Italia, encargó al dueño del hotel que cuidasen del pez.

– Es mi amor y el símbolo de mi felicidad –le dijo.

Un día ‘Adolphus’ murió y lo tiraron a la basura. Entonces se recibió un telegrama de D’Annunzio que decía: “Observen a ‘Adolphus’, temo no esté bien”. Del hotel le contestaron con esto otro: “‘Adolphus’ muerto noche última”. Y D’Annunzio puso otro en los términos siguientes: “Entiérrenlo en el jardín”. Entonces, un empleado del Trianon envolvió una sardina en papel de plata y la enterraron, poniendo una cruz con la inscripción: “Aquí yace ‘Adolphus’”.

Al regresar D’Annunzio al hotel preguntó dónde estaba la sepultura de su querido pez y se la enseñaron. Durante mucho tiempo permaneció llorando sobre ella, después de haberla adornado con flores.

Herreros y tamborileros que olvidan su oficio
Las pullas son motes, refranes, cuentecillos y coplas, de carácter festivo y ofensivo a la vez, con que indirecta y solapadamente se zahiere a alguien. En este caso los herreros y tamborileros, que cuanto más ejercitan su oficio acaba por desempeñarla peor. De ahí lo de “el herrero de ___ que a fuerza o de tanto o sin dejar de machacar se le olvidó el oficio”; de ahí que no supiese continuar o que de tanto desempeñar el oficio acaba haciéndolo peor.

Entre los herreros motejados de torpes está el de Fuentes de la Alcarria, pueblo perteneciente a Guadalajara; el de Mazariegos, en Palencia; Quintanapalla, en Burgos; Yanguas, en Segovia; Arganda; o el de Mamblás y Papatrigo, en Ávila.

Refiriéndose al herrero de Mazariegos, Gonzalo Alcalde Crespo escribió en ‘Noticias de Palencia’ (14/03/2009), a quien por no estar el alcalde en la localidad le entregaron, para que se lo dieran a su regreso, un oficio que le había dirigido el gobernador de la provincia, llamándole con urgencia a la capital. “Cuando volvió el alcalde no se acordó el herre-ro de entregarle la comunicación recibida; y el gobernador le requirió nuevamente que se presentase ante él, recriminándole por no haberlo hecho al recibir la primera citación; disculpóse el alcalde alegando que no se la habían entregado, y cuando volvió al pueblo y supo que el herrero había quedado encargado de dársela, le llamó para averiguar por qué había dejado de entregársela, y éste contestó que machacando se le olvidó el oficio, y que por eso no se le dio a su llegada”. Suceso que, según dicen, dio origen al refrán.

También se motejó de inepto al “Tamborilero de Bodonal (de la Sierra, Badajoz), que tocando, tocando, se le olvidó tocar”.

Aunque parece ser que algunos oyentes preferían que los tamborileros dejasen de tocar, se supone que por lo mal que lo hacían. Así, en ese pueblo toledano se decía “El tamborilero del Pulgar que se le dan cien para que toque, y doscientos para que deje de tocar”. Y del cordobés Bujalance otro parecido: “El tamborilero de Bujalance, que se le da un maravedí para que toque, y cien para que acabe”.

La Alemania supersticiosa
El historiador y periodista madrileño Carlos Alonso del Real cuenta en su obra ‘Superstición y supersticiones’ que durante su estancia en el frente del Este (el teatro de operaciones alemán-soviético, el más grande y mortífero de la Segunda Guerra Mundial) ante la primera nevada caída allí el 12 de octubre de 1941, un centinela alemán le dijo: “Vamos a perder esta guerra porque los astrólogos se han equivocado; dijeron que no nevaría hasta más tarde y ya está nevando”. Yo, pobre de mí, creí que decía “astrólogos” en broma, queriendo decir “meteorólogos”. Más tarde me enteré (los documentos son auténticos y están tan publicados que todo el mundo los conoce) que el alto mando nazi usaba verdaderos astrólogos”.

Va de anécdotas
En una librería de París entra un labrador y pregunta por el precio de la obra ‘Los Doce Pares de Francia’, que le había encargado el boticario de su pueblo. Como no le vendían el libro por menos de diez francos, y a él solo le habían dado cinco, dijo al librero: “Bueno… Pues deme entonces solo seis pares. Y si le gustan estos, ya le compraré los otros seis cuando vuelva por aquí el mes que viene”.

A un pueblo andaluz llegó una compañía de cómicos de la legua. El drama a representar versaba sobre la vida y milagros del conocido bandido José María ‘el Tempranillo’. En el cartel anunciador de la función se incluyó el siguiente aviso: “Los papeles de los bandoleros serán desempeñados por unos aficionados de esta localidad”.

La escritora francesa Madame de Staël, que destacó por la fama de su salón literario pari-sino, estaba muy molesta con el vizconde de Choiseul, embajador y secretario de Estado de Luis XV, porque este acostumbraba a escribirle epigramas muy punzantes. Cierto día se encontraron ambos en los salones de una amiga común.

– ¡Cuánto tiempo sin verle! –dijo la de Staël, tratando de ser amable.
– Estuve enfermo –repuso el vizconde, algo turbado.
– ¿Algo grave?
– Sí, muy grave. Estuve a punto de morir. Creí que me había envenenado.
– ¡Ah, ya! ¡Se mordería usted la lengua!

Los dioses del rayo
Desde muy antiguo (desde que el hombre es hombre y empezó a sorprenderse y a aterrorizarse con la Naturaleza que le circundaba) el ser humano ha sentido pánico ante el rayo. Si lo siente hoy, que vive en un mundo donde la técnica le proporciona cierta seguridad ante él, cuánto más no sentiría antiguamente, cuando un total desconocimiento del fenómeno le dejaba iner-me ante su fuerza devastadora.

Y en su afán por deificar cuanto no comprendía, que era casi todo, el hombre incluyó entre sus divinidades a las del trueno y el rayo.

Los griegos y romanos tuvieron a Zeus y Júpiter; los chinos a Ley-Kong (dios del Trueno) y Ten-Mu (diosa del Rayo); los japoneses tenían tres divinidades: Rain-Jin (dios de la Tormenta), Aizen-Myoo (demonio del Rayo) y Mikazushi (demonio del Trueno); los mayas veneraban a Chac (dios del Rayo) y a Panahtún (anciano dios del Trueno); los aztecas tenían a Tlaloc y los incas a Illapa; los germanos tenían a Thor (dios del Trueno).

El espíritu del siglo
En el siglo X los obispos y abades eran generalmente hijos de señores; los curas y monjes solían descender de campesinos, que entraban en las órdenes por vocación, por obedecer a sus padres o por disfrutar de las riquezas de la Iglesia, que en mi opinión eran los más numerosos, dada la pobreza en que se desenvolvían las capas más bajas de la sociedad.

Estas gentes, como matiza W. Seignobos en ‘Historia de la civilización en la Edad Media’ (página 111), llevaban a los claustros las costumbres de los seglares, y pasaban el tiempo cazando, bebiendo, jugando o batallando. Los abades malgastaban los bienes de la comunidad en sostener una banda de aventureros. Muchos tomaban mujer y dejaban su iglesia como herencia a sus hijos; en Normandía hubo clérigos que dieron su curato en dote a sus hijos. Muchos no sabían ni leer y hasta olvidaron la manera de decir misa; la mayor parte de ellos habían comprado a laicos su dignidad y la revendían a otros eclesiásticos; este tráfico de las cosas santas se llamaba ‘simonía’, e incluso hubo algún pa-pa que vendió su dignidad. Los clérigos se volvieron groseros, ignorantes y ambiciosos como los seglares; entonces se decía que la Iglesia estaba “infestada del espíritu del siglo”, o lo que es lo mismo, del espíritu “del mundo”.

El canto del cisne
Escribe José María Iribarren en ‘El porqué de los dichos’, que sigue trabajos de otros estudiosos como Vicente Vega en ‘Diccionario ilustrado de frases célebres y citas literarias’ y Alberto Reyes en ‘Quinientas frases célebres del lenguaje universal’, que aunque se sabe hoy que el cisne es un ave que no canta, en la antigüedad clásica fue celebrado el cisne por su canto armonioso y melancólico. “Lo que hemos conservado, sobre todo en nuestro lenguaje poético, es el ‘canto del cisne’, ese canto, el más melodioso, el más tierno de todos, que, según se decía, exhalaba el cisne al morir”.

Plinio y todos los sabios después de él han clamado que es un error, un absurdo, una mentira; han dicho en todos los tonos que el cisne no es un ave cantora, que su voz es ronca y sorda; pero no se les ha hecho caso. Cantar su postrer adiós, saludar a la muerte con sus más sublimes acentos, esta idea, personificada en el cisne, poseedor de todas las gracias nobles y dulces, es una bella ficción que la ciencia no podrá arrancar a la poesía.

Entre los escritos de Leonardo da Vinci se encontró una nota que decía: “El cisne es blanco, sin ninguna mancha, y canta dulcemente antes de morir; este canto pone fin a su vida”.

Por su parte, el benedictino Padre Feijoo, en ‘Teatro Crítico Universal’ (tomo 2º, descanso 2º), escribe “que el cisne canta estando próximo a la muerte afirman muchos autores; niéganlo otros… Los autores del Diccionario Universal de Trevoux afirman que todo lo que se dice del canto del cisne es un error popular. Yo también creo lo mismo”.

E Iribarren concluye, reproduciendo una nota de M. Romera-Navarro en ‘El Criticón’, de Baltasar Gracián (tomo 1º) que dice que “la noción del canto del cisne procede de que al batir las alas produce una especie de silbo”.

Caballeros y villanos
Para ser considerado caballero era preciso realizar cierto aprendizaje; nadie era ‘caballero nato’, ni aun el más ilustre de los príncipes. El que quería ser caballero había de comenzar por ser escudero; es decir, debía de llevar las armas de un señor, cuidar de sus caballos, cuidar de su armadura y revestirlo de ella, servirle en la mesa y acostarlo.

Tales menesteres, sin embargo, no eran considerados humillantes, pues “el escudero sirve á su señor, el señor sirve al suyo, éste al duque ò al conde, y el conde ò el duque al rey, servidor à su vez de Dios”. Cuando el escudero había llegado a cierta edad y realizado determinadas pruebas, si tenía dinero para ello, era armado caballero.

El caballero era valiente, leal y pundonoroso. En cuanto a saber leer era cosa que no importaba. Profesaba ante todo la religión del ‘honor’. Y como el caballero defendía a todos, estos le debían ‘pechar’, o pagar por ese servicio. Pero el caballero, fuera de los clérigos misacantanos, despreciaba a los que no eran de su condición. Por ejemplo, a quienes trabajaban la tierra y no tenían armas; de ahí que la palabra ‘villano’ (habitante de una villa) en su boca tomase el carácter de injuria que actualmente tiene.

Si el caballero faltaba a su juramento de caballero era calificado de felón.

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