En este abril que avanza con desgana y sorpresa por calles y plazas solitarias, y sigue sin poner remedio a tanta melancolía, nos llega la algazara de las cigüeñas sobre el perfil de las serenas y adustas espadañas de este cielo de tiza, y la lluvia, con su mirada de tristeza y desamparo, y su exquisita caligrafía, acechará pulcramente vestida, sin prejuicios de los instintos.
Nos llegan también sentimientos deshilvanados, y lágrimas que se cuelgan de las farolas de mi barrio de Santa Marina, que dejan puntadas de agua en las miradas de los niños, que ahora no pueden ir al parque de las despedidas y los besos.
Al alba, se nos marchó, ligero de equipaje, Luis Eduardo Aute soñando con pájaros de silencio, adornado con su risa y sus pausados andares lentos, y no pudimos despedirlo como merecía, él que tanto nos dio. Lo escuché algunas veces en Madrid, pero tuve la ocasión de tratarlo en Badajoz, cuando la feria del libro se celebraba en San Atón, hace ya casi 20 años, allá por el 2004. Cenamos, charlamos, sin urgencias, con tiempo; se contaron anécdotas, me firmó con letra alegre y grande su libro, y aprendimos tanto aquella noche, que parece que fue ayer.
Al día siguiente acudí al hotel Zurbarán, donde se hospedaba; tomamos café, y de nuevo charlamos, sin demasiada prisa, con tono reposado, de literatura, de canciones y de la vida. Le regalé, firmado, mi libro ‘Al sur de la melancolía’, que se había publicado por entonces. Y se marchó con el chófer del Ayuntamiento, dirección a Sevilla.
Es un recuerdo que me queda de él, que guardo con mucho cariño. Estoy convencido de que, de alguna manera, seguirá navegando en los mares infinitos de las musas, sembrando rosas en el mar tranquilo de la eternidad y soñando metáforas sin nombre, en el aleluya de los tiempos, para dedicarle dos o tres segundos de ternura.
La luz viene empujando la tarde, cuando se acerca la hora de los aplausos solidarios en los balcones, ufanos de secretos y ave marías, que nos entretienen, nos alegran y nos revisten de esperanza. De nuevo volveremos a ser trampantojos de la vida, recuerdos enjalbegados en este desatinado y lluvioso mes de abril.
Esta Semana Santa ha pasado de largo, no ha habido desfiles procesionales, ni saetas, ni bandas de música, ni nazarenos, ni incienso, ni flores a la Virgen, ni costaleros… ni bocadillos de calamares en San Francisco. Ni una copa, a la vuelta, en La Marina. Solo ráfagas de tristeza, en este túnel de la nostalgia, en el que hipócritas y necios asoman la nariz en cuanto la noche se da la vuelta. A lo lejos, ya se ven las primeras luces del alba.
Este calendario que va borrando besos de madre, abrazos y caricias de hijas y nietas, enhebra sombras y suspiros por igual. Se suicidan las horas y los minutos, en este reloj de preguntas sin respuestas.
Y esperamos que pronto llegue la música de los violines de esperanza, para volver a gritar con voz templada y fuerte.
– ¡Llena otra vez, Josué, que nos vamos!