La experiencia, en su gran benevolencia, es la madre de la ciencia.
Nos transporta a todos aquellos lugares de los que, sin saberlo, nos volvemos presos, aquellos rincones claroscuros que nos sitúan en la estratosfera de lo vivido, recuerdos que generan emociones sin gestionar y emociones que nos transforman.
Todo lo vivido nos trae y nos lleva, nos sitúa, nos vuelve adeptos al devenir del tiempo; la experiencia entonces solo se vuelve sabía cuando a esos recuerdos y emociones les acompaña la comprensión y madurez de lo sucedido; es entonces cuando algo mágico sucede.
Sucede que pasamos la frontera de lo conocido para transformarnos.
Sucede que el tiempo y sus fórmulas nos desvelan sabios cuando esa experiencia nos sirve para crecer.